El pequeño macartismo del poeta Calderón
Julián Herbert
El macartismo (1950-1956) es uno de los momentos más paranoicos e injustos de la historia estadounidense. Su protagonista mayor es el senador Joseph McCarthy. Pero en esta negra historia de acusaciones, simplificaciones y tergiversaciones están presentes también (víctimas o verdugos) los nombres de artistas como Elia Kazan, Dashiell Hamett, Howard Fast y Arthur Miller, autor este último de The crucible, una pieza teatral que comparaba las persecuciones anticomunistas de su época con la cacería de brujas emprendida en Salem, Massachussets, en 1692.
La tentación de recurrir a los preceptos macartistas es, para algunas personas, irresistible. Los destinatarios del descontento en cuestión pueden ser acusados de comunismo, brujería, perversidad, pertenencia a una mafia literaria… Los niveles de persecución varían, por supuesto, pero su principio lógico es el mismo: el perseguidor finge o cree o pretende estar siendo perseguido y empela su paranoia (y la de quienes lo rodean, si éstos son fácilmente manipulables) para adquirir un beneficio personal.
Percibo el espíritu de un macartismo doméstico en la reciente campaña que el poeta poblano Alí Calderón ha emprendido contra Armando Pinto y Julio Eutiquio Sarabia, director y subdirector respectivamente de la revista Crítica, publicación literaria de la BUAP.
Mi opinión a este respecto, lo digo de antemano, no será imparcial: no pretendo ocultarme, como lamentablemente ha pretendido el señor Calderón, bajo un manto de pureza. Sería, amén de malsano, ridículo. Además de ser lector y colaborador de Crítica, soy objeto subsidiario del pequeño macartismo que describo. No obstante, intentaré exponer un par de ideas –si no objetivas, al menos serenas– en torno al affair: ideas que no pretenden hacer defensa de Pinto / Sarabia ni mucho menos de mi persona, sino enfatizar dos aspectos: primero, el origen visceral (y por ende egoísta) de los señalamientos realizados por Alí Calderón; y segundo, la falta de consistencia ética que se desprende de ellos. Recurriré, asimismo, a declaraciones hechas por el maestro Mario Bojórquez a favor de su pupilo; declaraciones a mi parecer ingenuas pues revelan el ejercicio de manipulación que quiere encubrirse bajo un supuesto velo de honorabilidad.
Procedo por partes: ¿quién es el destinatario de las quejas expuestas por Alí Calderón?... Su carta, dirigida al rector, se hace pública en un medio periodístico. Lo que se asemeja a lo que conocemos como una “demanda ciudadana”: petición pública que en cierta medida compromete a la autoridad. Las demandas ciudadanas son sustentadas por un sector de la población, no por un individuo; a menos que éste sea reconocido por la honorabilidad con que representa intereses generales. Alí Calderón asume por lo tanto, frente al rector de la BUAP, un rol muy específico: el de un líder de opinión, un analista cultural que expone con distancia crítica su percepción de un fenómeno cultural determinado. Postura respetabilísima, salvo que en este caso no existe distancia crítica alguna: Calderón hace pública su carta poco después de que, en la revista a la que ataca, han aparecido dos reseñas adversas a su obra La luz que va dando nombre. Creo que no nos hemos detenido lo suficiente en este punto: los comentarios de este profesor no son producto del análisis sino del revanchismo. Al menos así lo reconoce Mario Bojórquez en sus declaraciones para El columnista: “Cuando aparece la antología La luz que va dando nombre, hay dos reseñas de este libro desfavorables [...] Desde luego que Alí Calderón piensa que ahí se están haciendo las cosas mal, con un propósito negativo.”
Publicar dos reseñas de un mismo libro en un solo issue es práctica común en el mundo editorial, sobre todo si los críticos y editores consideran que tal libro es significativo para la discusión presente. El lector podrá constatarlo haciendo un simple recorrido por revistas tanto mexicanas como extranjeras.
Uno de las reseñas en cuestión fue escrita por mí. La otra se debe a Gustavo Adolfo Morán. Ahora bien: no sé quién es Gustavo Adolfo Morán; no lo conozco ni en persona ni por carta, ni siquiera he leído texto suyo que no sea su reseña de La luz que va dando nombre. No obstante, su escrito y el mío exhiben manifiestas coincidencias. No puedo ofrecer mayor prueba de que se trata de críticas realizadas con seriedad y de buena fe. Eso, y el hecho de que no hay en ellas insulto alguno: son exclusivamente opiniones literarias sustentadas por un método determinado de aproximación.
Envié mi reseña a Crítica no porque ésta se edite en Puebla, sino por una razón más simple: creo que se trata de una revista respetable y abierta a voces diversas. Ofrezco una prueba de ello: hace algunos meses publiqué en sus páginas una diatriba contra un artículo del poeta Jorge Fernández Granados. En el siguiente número de la revista apareció la respuesta de Jorge a mis señalamientos: puntual y seriamente, como se supone que deberían ser las discusiones entre escritores. No sé si el señor Calderón y sus partidarios intentaron lo mismo: responder, desde las páginas de Crítica y con argumentos intelectuales, a los señalamientos que hicimos Morán y yo. Tengo entendido que no. Y me sorprende: supongo que Calderón contará con múltiples argumentos teóricos para refutar nuestras opiniones. Entonces, ¿por qué, siendo un escritor y un académico, se baja del ring de la crítica literaria y se sube al ring de la burocracia y el chantaje sentimental-institucional?... ¿Por qué hacernos inferir que se ha quedado sin argumentos literarios y, viéndose en evidencia, prefiere recurrir al porrismo verbal?... Francamente no me lo explico.
Mario Bojórquez, por su parte, ha calificado de “facciosa” la forma en que Crítica elige sus contenidos. Creo que bastaría hojear el número más reciente de la revista (en el que se publica, por cierto, un poema de Alí Calderón) para refutar este dicho. O revisar el índice del número 125, en el que aparecieron las reseñas de la discordia: ¿son Juan Villoro, Eve Gil, Richard Howard, Carlos A. Aguilera, Maurizio Medo, Álvaro Solís, Caludio Daniel y William Shakespeare miembros de una “facción”?... Me parece que no. Propongo al lector algo más que una idea: una actividad. Hojee usted cualquier ejemplar de la revista y decida si deveras hay en sus páginas una tendencia premeditada.
He aquí un ejemplo claro del pequeño macartismo que denuncio: las pruebas están de más; basta con taparse los oídos y gritar “faccioso, faccioso, faccioso, faccioso” durante el tiempo suficiente para desatar una persecución. Se trata de una práctica que no es desconocida para los miembros de El Taller de Retórica (generado en la FLM, pero a estas alturas una institución en sí mismo): ya alguna vez la ejercieron contra la antología El manantial latente. La practican (no sin un dejo de xenofobia) contra Eduardo Milán. Al parecer, su nueva presa es la revista Crítica.
Culmino con un par de reflexiones, ambas extraídas de una declaración de Mario Bojórquez. La declaración es ésta: “Creo que si ya se ha puesto en duda el trabajo de los dirigentes de la revista, lo mejor que pueden hacer, en un ejercicio de autocrítica, es renunciar. Creo en los relevos generacionales, como el propio Alí Calderón, que es uno de los grandes poetas no sólo de Puebla, sino también de México, según su edad, que podrían liderar este nuevo proyecto de revista”.
Primera reflexión: Bojórquez considera ético (y autocrítico) renunciar a determinado rango (en este caso la dirección de una revista) cuando alguien ha puesto en duda tu capacidad. No obstante, hace poco más de un año, cuando no una ni dos, sino decenas de voces públicas criticaron la adjudicación del premio Aguascalientes a su libro El deseo postergado, él consideró ético (y autocrítico) hacer caso omiso de los señalamientos que lo cuestionaban –y que lo cuestionaban con un argumento específico: uno de los jurados había sido Eduardo Langagne, su jefe laboral.
No cuestiono la decisión de Bojórquez acerca del premio: la respeto. Lo que cuestiono es la contradicción que se desprende de sus declaraciones actuales: manifiestan una evidente inconsistencia. Dejan implícito que la vara moral con que juzga a los demás no es aplicable a su persona. Lo cual posee un nombre muy claro: se llama fascismo.
Segunda reflexión: Bojórquez, que nada teme en esta discusión, es más claro al exponer los intereses que rodean a la misma. Destapa a su gallo con una ligereza (o una ingenuidad) dignas del Ancien Régime. No se trata de que Pinto y Sarabia renuncien a Crítica; se trata de que Alí Calderón la dirija. Se trata, en última instancia, de una estrategia facciosa: el interés de los miembros de El Taller de Retórica por controlar una publicación mexicana de prestigio.
Como dije al principio: este artículo –con todo lo que de abierta e inevitablemente parcial hay en él– no es una defensa de los editores de la revista Crítica. Es, en todo caso, una defensa del fair play que a mi juicio es esencial para animar las discusiones literarias.
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