Bien, esto sucedió hace algunas semanas:
1.- Salí de mi casa temprano para ir hasta Colofón, allá por Mixcoac, a recoger un libro que me interesa aún. Tomé el micro que me lleva hasta la estación Tlatelolco del Metro. Se detuvo por unos instantes a cargar pasaje o por el semáforo en el cruce del eje 2 norte y Refoma. Fue entonces cuando me percaté que dos sujetos corrían por entre los coches parados en el eje, del lado sur, donde se haya una de las calles más peligrosas del Barrio Bravo de Tepito (la calle es Jesús Carranza, donde hace poco más de un año fue encontrada muerta la hija de Carlos Fuentes), hacia la parte norte: una colonia tranquila en comparación a su vecina. Cuando el micro avanzó un poco más confirmé mi sospecha: los hombres habían quebrado el vidrio de una camioneta donde viajaban dos mujeres (una señora, quien conducía, y una más joven) y a las que seguramente les habían robado sus bolsos. Avanzaron con el vidrio roto por el eje y con el evidente nerviosismo que invade a uno en esos momentos de estupor.
2.- Aunque llevaba prisa, casi llegando a Colofón, en una calle aledaña en donde se encuentran las oficinas de la distribuidora, me di cuenta de que dos perritos de la calle andaban muy inquietos. Uno de ellos rondaba intranquilo y el otro estaba sentado con la lengua de fuera, como agitado. Cuando me acerqué más, pude ver a otro perrito tirado sobre el asfalto, y eso me conmovió. Intenté acercarme al perrito ¿herido? ¿enfermo? ¿desahuciado? ¿moribundo?, pero el que lo vigilaba me lo impidió. Empezó a ladrarme y yo le decía, le pedía, le rogaba que no lo hiciera, que yo los quería ayudar, que no le haría más daño a su amigo. No me dejó y tuve que alejarme.
Cuando volví por el mismo camino, ahora de regreso al metro, a la ciudad, a la civilización, busqué a los perritos. Ahora estaban cerca de un camión: uno seguía echado y el otro vigilando a su amigo, pero ya debajo del camión: hasta allí lo había llevado, seguramente, el otro para que el moribundo no fuera molestado por la peste humana.
3.- El mismo día, de regreso a casa, tomé el camión que viene del Metro Tlatelolco sobre el eje en contraflujo. Yo venía sentado cerca de la puerta de bajada, a mi lado una muchacha que venía de la escuela y a su lado una señora. En un momento dado se paró frente a nosotros un hombre de aspecto un tanto cuanto desagradable; alcancé a verle algunos tatuajes en el brazo. A la altura del Barrio Bravo, el hombre le puso la mano sobre el pecho a la muchacha y le arrancó su medalla con la respectiva cadena de oro y se bajó en el preciso instante en el que el camión hacía una parada. Nadie reaccionó, ni yo, ni ella, ni nadie al rededor. La señora a su lado la consoló, le preguntó si se había asustado, ella contestó que no. La muchacha se bajó en el mismo lugar en el que yo lo hago. Nunca la había visto. Es mi vecina.
*
El otro día mi amigo Pável Granados me leyó por teléfono el prólogo que Elfriede Jelinek les mandó, hecho exprofeso para México, para que encabece la edición de sus textos críticos en un tomo que pronto circulará bajo el sello de la editorial que Pável anda armando. Desde luego, es magistral.
28.9.06
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2 comentarios:
ay tellito
ay pimpona
apenas voy al defe y con esas cosas
por cierto, guárdame uno de los libros de la jelinek
ya te llevo a jt leroy
besotes
¿Ay, mi sergio, qué crees qué hubiera hecho, Castellanos Quinto con la escena de los perritos?
¿Intentar una breve sesión de psicoanálisis?
- Que por cierto, nos urge a todos los habitantes, o más bien sobrevivientes, de esta caótica ciudad.
Besos.
Patricia.
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