8.5.10

[Apuntes para una autobiografía futura]

Él lucía tan guapo aquella tarde que así se lo dije. Supongo que no estaba —como no lo estamos todos— acostumbrado a recibir elogios, porque reaccionó con una indiferencia disfrazada y cambió de tema de inmediato. Nos citamos en la estación del metro Centro Médico, yo iba algo enfermo todavía porque apenas había salido de una larga convalescencia, me sentía débil pero ya no soportaba las ganas de verlo. Él llegó con unos pocos minutos antes. Lo vi apenas de reojo y ya con eso supe que se veía hermoso: vestía de azul, jeans, tenis, una playera blanca que contrastaba con el azul marino de su chamarrita casi tipo saco y le daba más luz a su rostro de piel clara y pelo castaño claro. Caminamos a Parque Delta donde entramos a ver una película absolutamente irrelevante para mí. Comimos algo antes de entrar en el fast food y platicamos las típicas cosas que platican los enamorados para ahondar en los pasados de sus vidas.

Salimos del cine y de la plaza sin rumbo, al menos yo no tenía ningún lugar planeado para ir, siempre y cuando estuviera con él al lado y deseando en lo más profundo que las horas pasaran lo más lento posible. Caminamos por donde habíamos llegado, pensé que nos subiríamos al metro y que cada quien se iría a su casa. Pensaba la manera o el pretexto para hacerlo pasar más tiempo a mi lado, pero todo implicaba dinero y en esos momentos era escaso en mis bolsillos. Pasamos el panteón Francés, llegamos a la estación y nos seguimos de largo. Entonces subiremos en la siguiente, pensé. No fue así: me pidió que, ya que estábamos cerca, lo acompañara a comprar la mariguana que consumía y que compraba con un amigo allí, en la colonia Doctores. Caminamos abrazados por avenida Cuauhtémoc, solitaria a esas horas de la noche de un sábado de abril de 2009. Pasamos al lado del Hospital General y sus calles sucias, oscuras y llenas de baches. Nos adentramos en esas calles solas, también oscuras, llenas de sombras que mi ceguera no logra distinguir y que propicia mis temores. En una esquina saludó con virilidad a un malandrín que lo reconoció y que le dio santo y seña de la persona que estaba buscando. Me pidió llamar desde mi celular para avisar que estaba cerca y que quería cierta mercancía. No le contestaron. A los pocos segundos nos regresaron la llamada, contesté yo y una voz ronca me exigía explicaciones. Colgué. Volvieron a llamar, él me arrebató el teléfono, contestó; habló con la otra persona con demasiada familiaridad, bromearon, se hablaron en código, finalmente colgó. Me pendejeó, me dijo que era su amigo con el que iría a comprar la mariguana y que un díler nunca te responde, él te regresa la llamada para saber quién es y había que contestarle con una palabra secreta, para que él supiera quién era y qué quería.

Salimos a la avenida Niños héroes y me señaló un edificio casi en ruinas en el que, según me contó, vivió con una pareja en un cuartucho de azotea. Pasamos frente a la puerta principal. En la esquina dimos vuelta a la derecha, mis sentidos estaban alerta; caminamos dos cuadras, yo miraba a todas partes, me fijaba en la gente que pasaba a nuestro lado, quería abrazarlo más fuerte y sentirme seguro; finalmente me dijo que habíamos llegado. En ese momento mis nervios estaba a punto de estallar.

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