Encogido en el asiento, Evaristo se sentía observado y reprobado como yuppie cultural. Había en el ambiente un olor a estabilidad financiera que chocaba con su idea romántica de la literatura. Para él, todo escritor digno de ese nombre, más aún si era poeta, debía estar inconforme con la realidad y desesperado por cambiar el mundo. Los que tenía enfrente parecían hechos de otra pasta: no deseaban cambiar nada, sino revestir la pobredumbre con su retórica preciosista, como si vivieran en un país culto, desarollado y libre, donde la literatura de combate resultara superflua.
Enrique Serna, El miedo a los animales.
8.4.06
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