Mi misantropías ha llegado a un grado tal que, como diría un bolero, "yo mismo me espanto de mi forma de odiar". Desde hace días, casi semanas (sólo salí a la cena de Navidad con mi soporífera familia), no he salido de mi casa, y he sido muy feliz: leo cuanto quiero, escucho la música que quiero al volumen que quiera, veo lo que quiero de la tele, escribo y hablo lárgamente por teléfono a mis más apreciados amigos, si no quiero no me baño y me quedo en pijama todo el día, chateo, escribo mails, los contesto, veo porno on line y, en fin, que la he pasado muy bien recluido en casa (salvo cuando llegan mis padres y hermano de sus jornadas laborales).
Sin embargo, hoy tuve que salir a una comida con un amigo que me pasó unos libros para un texto que estoy escribiendo y que tengo que entregar en las primeras horas del 2006. Si no hubiera sido por los libros desde luego no hubiera salido de mi cama. Desayuné, contesté algunos correos, leí algunas páginas de cierto libro que es casi la base de mi novela que empieza a tomar forma y salí para enfrentarme al mundo. Caminé dos cuadras, hasta el eje. Esperé el micro que venía a toda velocidad y, por lo mismo, no hizo parada. Esperé el siguiente que venía atestado: un calor infame exterior que propiciaba el interior lleno de cuerpos. Un joven leía, parado, el Zaratrusta en alguna edición popular, no sé como podía hacerlo entre tanta gente. Me bajé en Reforma para tomar el otro micro que me llevara hasta la Zona Rosa, no iba tan lleno pero tampoco había asiento para tomarlo; el joven lector y yo nos subimos al mismo micro: él cometió la hazaña de seguir leyendo de pié. En Garibaldi bajó alguna gente. Pude tomar asiento y fue entonces cuando saqué mi libro y mi pluma para ir subrayando; el microbusero, como suele decir la gente, iba hecho la mocha y parecía que traía reses. Llegué pronto a mi destino: miré el reloj y llevaba un retraso de 15 minutos, eran las 2:45 de la tarde.
Por fortuna, comimos en casa de mi amigo, evitando así el mundo exterior. Estaba allí, también otro amigo muy querido y el asistente de mi otro amigo. Comimos los cuatro, contando chismes y anécdotas de personas que conocemos y que, mutuamente, detestamos (¡Oh, si pudiera revelar los nombres!) Con mis expresiones misántropas ("Qué se mueran todos los amarillos--expresión despectiva para referirme a los orientales, salvo mis querido japoneses--con tifones, tsunamis, sida, gripe aviar, SARS, se ahogen de sobrepoblados o con sus ríos contaminados de metales pesados"), espanté al joven asistente de mi amigo de tan sólo 17 años. Después dramaticé sobre la proximidad de mi cuarto de siglo sobre la tierra: "Como diría una gran escritriz chilena: estoy vieja, dejada, sobajada, ultrajada". Eso acabó por espantar al muchachito, de quien envidié su edad.
Acabada la comida e ido el joven, nos aprestamos a buscar los libros en su magna biblioteca, sólo uno no aparecía. Mi amigo prometió buscarlo con más calma y dármelo, estaba en eso cuando, casualmente, lo encontré. Perfecto, ya tenía lo que quería ahora podía irme. Eran poco más de las 6 p.m. Pero no fue así, siguió la plática con nuestros respectivos cigarros. Ahora hablábamos de libros y de la película El mercader de Venecia que él vio justamente ayer. Mi tragedia favorita del gran dramaturgo inglés es Otelo, el otro veneciano de Shakespeare. Por lo que contó me dieron ganas de ir a verla, pero con tan sólo pensar que eso implicaría salir nuevamente de mi casa, desistí y ahora prefiero esperar a que la pasen por HBO o Movie city, que por eso pago esa mierda de televisión, joder.
Así hasta que dieron las 7 y mi amigo tenía que salir. Nos llevó--a mi otro amigo y a mí--hasta la estación más cercana del metro. Cuando vi aquel mundanal ruido de todas las personas que a esa hora--pico, por cierto--querían llegar a sus casas, a mi amigo se le ocurrió la grandiosa idea de ir a tomar un café juntos a lo cual no me negué, por supuesto. Fuimos a un apacible café de la Roma, a lado del negocio de otros amigos en común a quienes no encontramos. Entonces, a mi amigo se le ocurrió llamarles (desde su celular, porque yo no cargo con esas porquerías) y entonces pude saber que la fiesta que otros amigos en común ofrecían, según yo mañana, realmente era hoy. Trataron de convencernos para que fuéramos, a lo cual me resistí: no sólo no iría porque yo pensaba que era mañana--cuando tampoco asistiría porque en HBO Plus transmitirán el concierto en vivo desde Chicago de U2 que tengo que ver dado que no iré al Azteca en febrero y después del conciero sigue otro capítulo de QAF--si no porque los de la fiesta, que se dicen mis amigos, no fueron ni para hacer extensiva la invitación ni por una simple llamada telefónica ni por un pinchurriento mail. Así que, ya lo tenía decidido, no iría a ver las mismas caras, a drogarnos con lo mismo, a escuchar la misma música, a... en pocas palabras, perder el tiempo que no tengo.
Seguimos mi amigo y yo en el café, colgamos con los otros, sacó su Ipod (aparatos que yo no me permito) y escuchaba mi canción favorita de Bjork una y otra vez con el té de emperatriz o algo así, mientras mi amigo hojeaba los libros que él otro me había prestado, cuando, ¡maldición!, un conocido entró al mismo café y se acercó a saludarme. Si hay algo que deteste tanto en este mundo como la lluvia, es encontrarme a personas que no deseo en ese momento encontrarlas por la calle. Con mi ensimismamiento corté de tajo los saludos y se apartó a una mesa contigua. Desde que llegué al lugar me di cuenta de que había otra persona a la que conocía pero evité todo saludo, incluso cuando pasé a su lado para ir al baño. Acabada la canción entablé plática con mi amigo: le conté de mi novela, como iba a ser, lo que tengo pensado y planeado, las dificultades a las que me enfrento con respecto a lo que quiero hacer, después me contó una anécdota que utilizaré hacia el final de la novela.
Nos habíamos acabado el té así que pedimos la cuenta para irnos cuanto antes. Caminamos hacia el metro, ya no eran las mismas hordas de asalariados que iban hacia los boquetes del subterráneo a donde nosotros nos dirigíamos. Por fortuna el vagón en que subimos iba prácticamente sin gente. Seguíamos platicando de tonteras y cosas sin relevancia pero divertidas. En Pino Suárez me preguntó si quería ir a la fiesta, aún estábamos a tiempo, eran las 9:30 p.m., y podíamos bajar allí para transbordar a la línea azul y dirigirnos donde la fiesta, le contesté que no, de lo único de lo que tenía ganas era de volver a mi casa, a hacerme un té, ponerme mi pijama, leer y escribir--no estas líneas, esta idea surgió habiendo entrado al Intenet. Cuando llegué a la estación en que tenía que tranbordar me bajé, me despedí de mi amigo deseándole lo mejor para él y para los suyos en el 2006 (lugar común que he utilizado, explotado en demasía, los últimos días).
El otro metro también venía semi vacío. Me reconfortó el hecho. Caminé hasta mi casa--donde ahora me encuentro, con mi tasa de té a lado--a paso lento, casi arrastrando los piés, por lugares poco transitados esta noche evitando a la gente que se congrega en los numeosos puestos de tacos. Ahora estoy felizamente aquí a salvo, escribiendo, y desde donde todo lo humano me es ajeno.
29.12.05
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1 comentario:
Por eso me encantan las vacaciones
(Demonios, me la he pasado fuera, ni tantas lecturas, ni tanta música)
Envidia
(¿de la buena?)
Un abrazo
Medea
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