19.3.05

De Angustias y dilemas

Insisto en que muchos de los escritores, originalmente, en una primera etapa, nos inclinamos a escribir narrativa. Estoy casi seguro de ello. Aunque ya tuve un fructífero debate, al calor de unas copas de vino tinto, con mi querida amiga María Minera, insisto en que así es. Claro, después con el tiempo se van definiendo nuestras tendencias y acabamos escribiendo otro género. Desde luego, muy pocos pueden saltar de un género a otro fácilmente, digo, del ensayo, a la poesía o a la narrativa y hacerlo bien. (Pienso, por ejemplo, en Reyes, Borges, Pacheco).

Así, cuando yo empecé a escribir, fue en la narrativa y en la poesía, primordialmente; después, con la ávida lectura de libros de crítica (para parafrasear a Villaurrutia), muy pronto me vi apurando los textos de crítica. Hice un cuento como el final, según yo, idóneo, para una novela que no me había gustado como terminaba. Ese texto, por fortuna, ahora está desaparecido.

Después ideé una novela, y luego otra. Emprendí la escritura de una primero y de la otra poquísimo tiempo después. Me di cuenta que tenía todo enredado en mi cabeza porque el asunto de los dos textos era el mismo. Entonces desistí. Deje incluso de leer narrativa, y leí casi exclusivamente poesía y ensayo. Luego volví a leer novelas, pero esta vez sólo clásicas, las que es obligatorio leer, pero no se hace. En esa determinación estaba cuando se me apareció, por azar, el narrador estadounidense, David Leavitt. Como ya lo he dicho aquí en repetidas ocasiones, lo leí casi todo.

Fue gracia a Leavitt que me volví a interesar en la escritora de obra de ficción. Desde hacía mucho me rondaba en la cabeza, un cuento; las imágenes, la secuencia, las palabras se iban acumulando y seguí leyendo a Leavitt. Un día, de una sentada, redacté una primera versión.

El cuentico es más o menos así: el escritor cubano Virgilio Piñera (claro que no dijo que es él), después de treinta años de muerto, regresa a caminar su ciudad: La Habana. Va a casa de Lezama a quien no encuentra. Entonces, se dispone a andar por la calles habaneras. Hago que camine de Centro Habana hasta El Vedado. Pasa por el cine Yara, donde los guapos habaneros gays, se reunen al entrar la noche. Ahí se prende de un mulato. Para ello me valgo de algunas citas de su propia poesía, aunque también me fue de gran utilidad un librito de Antón Arrufat sobre Piñera. El Piñera que retrato, sé que no es como realmente era. Aquí Piñera es tímido, la ciudad ha cambiado tanto que lo intimida. Por eso no se atreve a lanzárcele al mulatico. Piñera huye, quiere evitarlo y finalmente se conforma con apreciarlo y pasar a su lado. Por su parte el mulato ni siquiera a caido en la cuenta de que tiene pendiendo de un hilo a esa persona.

Aparezco yo, o por mejor decir, aparece un narrador omnipresente que es el que va relatando todo. Hasta allí todo iba bien. De hecho creí el cuento estaba terminado. Sin embargo, la otra noche me asaltó una duda: para quien lo leyere, ¿el narrador no se confundiría?, esto es, el narrador bien podría ser el mulatico. Pero no de ninguna manera, al principio se dice que Yo (el narrador) está sentado ahí, en un escalinata del cine... ¡No es cierto! Eso no se dice. Bueno hay que decirlo. Ya. Listo. Sigue la angustia: no se le proporciona demasiada información al lector en la que se le diga que el narrador no es ni el mulatico, ni está sentado en las escalinatas del cine y que ahí, al pasar Piñera, se le ha escogido para ser el protagonista de esta historia.

Es claro que hay que darle más participación al narrador: que persiga y vaya relatando los pasos del protagonista. Eso sería ideal, pero tendría que reconstruir todo el texto. ¿Estoy dispuesto a hacerlo?
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Mientras en el puerto de Acapulco está el Loveparade en todo su apogeo, yo trato de resolver esta angustia mediante un inútil post. ¡Qué looser!

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